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By Miquel Sunyer, nadador de largas distancias en aguas abiertas, conquistador de la Triple Corona (Canal de la Mancha, la isla de Manhattan y el Canal de Catalina), cofundador de Vies Braves, autor del libro 48 brazadas y conferenciante motivacional.
Esta fue una de las preguntas que más repetía en mi cabeza después de que el 1 de noviembre del 2009 a la 01.00 horas hablara por teléfono con el piloto Stuart Gleeson y me casara con un sueño: cruzar el Canal de la Mancha. Estaba dispuesto a superar el Everest de los nadadores siguiendo el estilo purista del capitán Matthew Webb, la primera persona en cruzar el canal por medios propios sin ropa de protección ni la posibilidad de apoyarse en ningún sitio para descansar. Una proeza histórica ya que los médicos de la época sentenciaban que era imposible que un cuerpo humano lo resistiese.
En 1875, el capitán Webb nadó de Francia a Inglaterra a braza, el único estilo de natación que existía en aquellos tiempos, y vestido tan solo con un bañador de la época y con el cuerpo completamente untado con grasa de beluga. Durante el trayecto se alimentó con caldo caliente, café, brandy, cerveza y aceite de hígado de bacalao. Nothing great is easy, son las palabras del capitán Webb que resonaban en mi cabeza al pensar que había aceptado el reto de nadar treinta y cuatro kilómetros enlínea recta que se convirtieron en cincuenta y cinco debido a las corrientes. Pero lo que más temía era que tendría que permanecer entre diez y quince horas en aguas a 15-16 °C sin ningún tipo de protección térmica, cuando siempre me había movido en aguas de entre 27-28 °C (la temperatura de una piscina climatizada).
Pero a pesar del miedo y el desconocimiento, lo conseguí. Así es cómo me prepararé para aclimatar mi cuerpo para nadar en las frías aguas del Canal de la Mancha durante 12 horas:
Me duchaba dos veces al día con agua fría, en casa no ponía la calefacción e intentaba dormir lo más ligero de ropa posible. Estaba muy concentrado en la alimentación para aumentar mi tanto por cientode grasa corporal (en mi caso suponía pasar del 10 al 14 por ciento). Pero lo más importante eran los entrenamientos de aclimatación.
De lunes a viernes me entrenaba en la piscina durante hora y media, siempre al límite de mis fuerzas, aumentando el volumen semana tras semana. Cada día acababa el entrenamiento con una ducha de agua fría. Ante la mirada perpleja de los socios que estaban nadando en la piscina, la tomaba en las duchas que el club tiene en el exterior de sus instalaciones. Normalmente, ya era de noche y hacía un frío de mil demonios, pero en vez de vivir ese final de jornada de un modo traumático, imaginaba y quería creer que aquella ducha me resultaba beneficiosa, causando en mi fatigada musculatura un efecto antiinflamatorio. Así era cómo día a día engañaba a mi mente, tratando de convertir en algo positivo cualquier situación que se me presentaba, por incómoda que fuera.
El fin de semana, lloviera o no, soplara o no el viento, con el mar en calma o agitado, iba a nadar al mar. El truco para adaptarse a los cambiantes estados del mar es ignorarlos. Comprobaba la temperatura del agua (según la época, entre 12 y 17 °C) y la temperatura ambiente, dos datos que marcaban la sesión. Es muy importante haber descansado la noche anterior y también haber hecho una buena ingesta antes del entrenamiento. Un buen gorro de baño y unos tapones hechos a medida eran la única protección térmica, ya que la pérdida de calor dentro del agua es treinta veces más rápida que fuera de ella, y el 10 por ciento se pierde por la cabeza.
Antes de entrar al agua, es importante centrarse en la preparación específica para disminuir al máximo los efectos provocados por el temido «shock térmico»: pérdida del control de la respiración, aceleración del ritmo cardíaco, alteración de la tensión sanguínea y sensación de asfixia, angustia o miedo. Para contrarrestarlo, hacía algunas series corriendo por la arena de la playa, moviendo al mismo tiempo los brazos y ensanchando el pecho. Entonces me metía lenta y progresivamente en el agua mientras me empapaba ligeramente la cara, las manos y la nuca. Una vez dentro, controlaba la respiración y comprobaba que el diafragma se movía de forma fluida. Escuchaba mi ritmo cardíaco y trataba de estabilizarlo. Toda la escena requería la adecuada actitud mental. Yo me repetía: «doy la bienvenida al agua fría, no demuestro rechazo y doy gracias al mar por dejarme nadar un rato en él. El agua fría no está fría.»
Seguidamente, empezaba a nadar. El helor del Mediterráneo me engullía, me aguijoneaba como un millón de agujas, me helaba y me quemaba al mismo tiempo, me abrasaba y me provocaba una fortísima falsa migraña cuando mi rostro entraba en contacto con él; mis pulmones jadeaban y el corazón se desbocaba. Resistes, porque estás loco y lo sabes, y solo los locos alcanzan objetivos imposibles. Resistía un poco más, daba algunas brazadas. Un minuto, dos minutos, tres a lo sumo… Y entonces ocurría algo increíble, maravilloso, fascinante. Ya no tenía frío.
La piel se cerraba a cal y canto y el dolor desaparecía por completo. Es la magia de la adaptación del cuerpo humano. Pero la adaptación no es eterna, y media hora, tres cuartos de hora o una hora más tarde, la temperatura corporal empezaba a disminuir peligrosamente. La musculatura se entumecía. Era hora de irse. Salía del mar, tenía frío, aunque aún no lo sentía porque estaba anestesiado. Disponía de pocos minutos antes de que mi cuerpo se despertara y empezara a temblar convulsivamente. Tenía que abrigarme y volver enseguida a casa. Si tardaba demasiado, podía incluso costarme meter la llave en la cerradura…
Esta aclimatación física iba acompañada de la mental, ya que el 80% depende de lo psíquico y un 20% de lo físico. Para no rendirme, el Miquel obstinado y comprometido, había colgado en la puerta de la nevera cuatro verdades de mi puño y letra:
- SOY FUERTE
- NO TENGO MIEDO
- ESTOY PREPARADO
- CRUZARÉ EL CANAL DE LA MANCHA